
No todos los días se juntan tres proyectos musicales tan distintos y, al mismo tiempo, tan complementarios como los que vivimos en el Graveras Folk & Rock de este año. Como fotógrafo de Gwendal, y también como amante de la música en directo, lo que ocurrió el 24 de mayo en el Parque de Las Graveras, en La Rinconada, fue algo que merecía ser contado… y, por supuesto, fotografiado.
Llegué al recinto con la cámara a punto y los oídos preparados para una noche que prometía emociones fuertes.



La noche arrancó con más tensión de la esperada. Durante las pruebas de sonido, se sucedieron varios fallos técnicos que obligaron incluso a cambiar la mesa de sonido en más de una ocasión. Un imprevisto que, aunque se notó levemente durante el concierto —especialmente para quienes tenemos el oído entrenado—, fue resuelto con una profesionalidad ejemplar. Ahí brillaron tanto los artistas como el equipo técnico, en especial Marcos Valles de Actos Management, técnico y representante de Gwendal, que se dejó la piel para que todo saliera adelante.
Y en medio de ese caos controlado, llegó Rosario La Tremendita para abrir la noche con una actuación que fue pura catarsis. Rosario no es una artista al uso; es un vendaval creativo. Nacida en el corazón de Triana, ha convertido el flamenco en un espacio de libertad total, donde se cuelan la electrónica, el jazz, el rock o cualquier textura sonora que le sirva para contar, a su manera, lo que lleva dentro.




Con una carrera que empezó siendo muy joven, Rosario ha evolucionado desde el cante más ortodoxo hasta convertirse en una de las grandes renovadoras del género. En directo, su propuesta es hipnótica: cante jondo, distorsiones, loops, bajos eléctricos y una actitud escénica magnética. Dos nominaciones a los Latin Grammy y el Premio MIN a Mejor Álbum de Flamenco avalan su trabajo, pero verla en vivo es otra historia: la historia de alguien que honra la tradición sin encadenarse a ella. Y eso, en un espacio como el de Graveras, al aire libre, con ese lago de fondo y la brisa sevillana de primavera, fue sencillamente mágico.
Tras ese torbellino flamenco llegó lo que, para mí, era el momento más esperado: Gwendal. Llevo años fotografiándoles, y siempre me sorprenden. Esta banda mítica nacida en los años 70 en Francia sigue demostrando que la música celta puede ser universal, vibrante y absolutamente contemporánea. A lo largo de cinco décadas y más de mil conciertos por todo el mundo, Gwendal ha sabido mantener su esencia folk mientras explora nuevos matices, fusionando tradición bretona con rock progresivo, jazz y hasta funk.




Lo de aquella noche en La Rinconada fue una lección de veteranía y frescura. El violín y la flauta, protagonistas indiscutibles, dibujaban melodías que nos transportaban a bosques verdes y costas atlánticas, mientras el bajo, la batería y la guitarra nos mantenían anclados al presente, bailando sobre la hierba. Fue emocionante ver cómo conectaban con el público, cómo cada tema era un viaje, y cómo, después de tantos años, siguen sonando con la intensidad de una primera vez. Como fotógrafo, es un gustazo capturar la energía de una banda que, lejos de vivir de la nostalgia, sigue creando y sorprendiendo.
Y cuando creíamos que ya lo habíamos vivido todo, apareció Rusted. Esta formación debutó esa misma noche y fue una auténtica revelación. El trío formado por Rubén Díez, John Conde y Mangu Díaz trajo una propuesta distinta, fresca y muy personal. Su música parte del folk atlántico y lo lleva hasta la electrónica más atmosférica, con momentos que rozaban lo cinematográfico.




Rubén, que muchos recordarán por Rarefolk, es un flautista gallego afincado en Sevilla con una capacidad increíble para combinar tradición y vanguardia. John Conde, con sus guitarras, aportó texturas cálidas y un aire de improvisación muy orgánico, mientras que Mangu Díaz, armado con sintetizadores modulares y una mandolina eléctrica, tejía paisajes sonoros que envolvían todo el parque. Fue un cierre perfecto para una noche que celebró la diversidad musical sin prejuicios.
Salí del Graveras Folk & Rock con la tarjeta de memoria llena de imágenes, sí, pero sobre todo con la sensación de haber vivido algo que no pasa todos los días: una noche donde el flamenco dialogó con los sonidos celtas y la electrónica se abrazó al folk más puro. Un festival que no solo apuesta por la calidad, sino también por la mezcla, el riesgo y la emoción.
Ojalá más noches así.